«Desde la puesta del sol se alzaba el cántico de los pastores en torno de las hogueras, y desde la puesta del sol, guiados por aquella otra luz que apareció inmóvil sobre una colina, caminaban los tres Santos Reyes. Jinetes en camellos blancos, iban los tres en la frescura apacible de la noche atravesando el desierto…»
Ramón María Valle-Inclán (1866-1936)
Todavía recuerdo con indescriptible emoción esa noche (5 de enero): la yerba, los dulces, las cartas y todo colocado en un rincón de la casa donde los Reyes pudieran encontrarlo.
Todavía recuerdo el teatro casi perfecto que con motivo de tan histórica y significativa fecha montaba mí siempre recordada madre.
Todavía recuerdo cómo mi virgen mente infantil, preñada de tierna inocencia, recorría los expectantes senderos de la imaginación y se internaba en el divertido y siempre recreativo mundo de la la fantasía.
Todavía recuerdo la desbordada alegría de mi madre, tanta como la de los «pichones» suyos que serían favorecidos con los regalos de los Reyes.
Esa noche, yo apenas podía dormir. Me acostaba muy temprano y muy temprano me despertaba. Otra vez me dormía y nueva vez me despertaba. Y en cada despertar, con mucho sigilo y no menos nerviosismo, exploraba con mis manos debajo de la almohada y la cama para ver si los regalos milagrosos ya habían sido depositados. Y cuando finalmente así sucedía, ya no había más sueño: todo un espectáculo se formaba en el ambiente familiar y la bulla se enseñoreaba en cada uno de los espacios de la casa.
Mi madre era la primera que solicitaba que le enseñáramos los juguetes o regalos que los Reyes nos habían dejado. Era la que más disfrutaba el momento.
Por eso, contrario a los que han querido satanizar el hecho de hacerle creer al niño que eran los Reyes, y no los padres, quienes realmente ponían los juguetes, alegando supuestos resentimientos o no comprobados negativos influjos en la personalidad del infante, si muero y volviera a nacer, otra vez me gustaría vivir la misma experiencia, en el sentido de mantener la creencia de que en la madrugada del 6 de enero de cada año, tres barbudos reyes se desplazaban por los tortuosos y a veces fangosos caminos, montados en tres camellos cargados de regalos que luego de penetrar silenciosamente a la casa del niño, colocaban debajo de la cama o almohada de este el juguete que con tanta emoción había pedido y esperado.
Quienes hablan de que una vez consciente de la realidad, el niño puede alegar engaños por parte de los padres, quizás olvidan las palabras de M. Klein, para quien la fantasía es inconsciente y existe desde el comienzo de la vida. Olvidan talvez, que mediante la fantasía el niño reproduce por medio de imágenes cosas pasadas, lejanas o imaginarias para representar ideales en forma sensible o real. Que los niños crean y viven inmersos en un mundo de fantasías en el que impera un orden que les agrada o deleita. Un mundo que el niño lo asume como real y resulta necesario para el normal desarrollo de su equilibrio mental y emocional; pero que, desafortunadamente, los adultos no siempre respetan.
De manera que privar al niño de su universo fantástico, así como de los seres virtuosos que lo conforman, puede serle perjudicial, por cuanto este, aparte de desarrollar su imaginación, le permite una mejor interpretación del mundo real.
Por eso hoy, ya adulto, ante la celebración del Día de los Reyes, digo y siempre diré con los versos del genial escritor y poeta español don Miguel de Unamuno (1864-1936):
AGRANDA LA PUERTA
«Agranda la puerta, Padre,
porque no puedo pasar,
la hiciste para los niños,
yo he crecido, a mi pesar.
Si no me agrandas la puerta,
achícame, por piedad;
vuélveme a la edad aquella,
en que vivir es soñar»